Cogimos el coche y cargadas de ilusión pusimos rumbo a nuestro destino. Al llegar un calor casi rozando los 40 grados nos dio la bienvenida, pero ni aún así decaímos en el empeño de ver todo lo que llevábamos en la agenda.
Llegamos a eso de las 2:30 de la tarde y entre que dejamos las maletas y buscamos un sitio para comer pasó una hora. Nos metimos en uno de los restaurantes que vimos y una vez allí las bromas y las risas fueron sucediendo una tras otra. Mis amigas le dijeron al camarero que era mi cumpleaños y que habíamos ido a celebrarlo a Córdoba. La anécdota acabó con un trozo de tarta al que nos invitaron los dueños del bar mientras me cantaban cumpleaños feliz.
Esa misma tarde vino a recogernos a la Mezquita uno de los chicos con los que había contactado y se ofreció para ser nuestro guía por la ciudad. Ese primer momento cuando por fin puedes tocar y abrazar a alguien con quien llevas un tiempo hablando siempre es bonito, sin embargo en nuestro caso fue como saludar a un colega al que viste la semana pasada.
Empezamos a ver los patios y nos contó historias de los lugares por donde íbamos pasando. La verdad es que estábamos cansadas del viaje y entre eso y el calor un tanto insoportable lo único que queríamos era sentarnos en algún sitio fresco a tomar algo muy frío y pasar el tiempo charlando. Y así hicimos.
Fuimos a la heladería Piamonte, donde trabaja otro de los chicos que conocía y fue muy divertido. Nos sentamos en la terraza y disfrutamos comiendo helado y gofres. Que no es por hacerles publicidad, pero están deliciosos, al menos el que yo me comí de leche merengada con chocolate y canela. El chico de la heladería y su grupo de amigos fueron también los nuestros durante todo el fin de semana.
Nos sentimos totalmente integradas en su grupo y la verdad es que gracias a ellos comimos bastante bien y económico. Nos hinchamos a salmorejo, tomamos flamenquines, berenjenas a la miel y cogollos aliñados de una forma un tanto peculiar.
Al día siguiente madrugamos para ir a ver la Mezquita ya que a partir de las 8:30 abren las puertas durante 50 minutos de forma gratuita para visitarla sin tener que sacar la entrada.
Yo estaba encantada, ver aquellos arcos que tanto había visualizado en fotos y en imágenes y además con nuestro guía particular estaba siendo una experiencia muy bonita.
Tras aquello seguimos viendo patios, algunos llenos de flores de colores, otros más pequeños y con una decoración más sencilla pero igualmente hechos a base de tiempo y cariño.
También hubo tiempo para las anécdotas, como cuando el sábado fuimos a cambiarnos al hotel y nos quedamos encerradas en el ascensor cuatro personas y una de mis amigas casi se pone a hiperventilar porque no oían la alarma debido a que estaban celebrando una boda y la música estaba muy alta. Tardaron apenas unos diez minutos en sacarnos pero fue muy divertido, al menos para mi, vernos como sardinas en lata juntando cachete, pechito y ombligo mientras esperábamos que viniesen a rescatarnos.
Vimos fachadas de casas cuyas persianas están hechas de unos arbustos llamados buganvillas cuyas flores rosáceas caían en cascada haciendo que los turistas que por allí pasaban despistados girasen sus cabezas maravillados.
Con solo 3 horas de sueño en el cuerpo, el domingo desperté temprano y mientras mis amigas dormían yo bajé a desayunar unas tostadas de tomate y aceite, café y zumo con vistas al río.
Hablamos durante casi dos horas mientras desayunábamos juntos y nos mirábamos quedándonos callados a veces sin saber continuar la conversación o explicar los porqués de acontecimientos que habían pasado.
Me regaló unos libros sobre la Mezquita que ahora guardo en mi estantería junto a mis libros de pintura, y seguimos hablando como hacen los amigos que se cuentan cada detalle pero omitiendo aquellos que implican algo más.
Pagamos el hotel, metimos las maletas en el coche y nos fuimos despidiendo. Y en ese último abrazo y ese último beso dejé parte de mi alma mientras susurraba un ligero te quiero.
Hasta la próxima Córdoba, sea cual sea ese momento...
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