miércoles, 6 de agosto de 2014

Pasar Página

Si es que yo no puedo estar más de dos días seguidos sin sonreír, y aunque cuando cae la noche llegan ciertos pensamientos de esos que te nublan todo, pasa el día y tienes que volver a la carga.

Ayer por la tarde me pasó algo muy gracioso, tenía que ir a la misa de un funeral. Últimamente voy a demasiados entierros lo sé. El caso es que me situé en un banco y justo delante de mi había una pareja con dos niños pequeños, la niña que era un par de años mayor, estaba de pie al lado de la madre y el niño estaba en los brazos del padre mirándome atentamente. Ahí es cuando pensé que mi público objetivo está entre los 2 y los 5 años y a partir de los 60. 
Hacía demasiado calor en la Iglesia y el ventilador no me daba aire suficiente, estaba atenta al comentario del cura sobre la lectura ya que hablaba del amor que se tenían la pareja que ahora se había separado por la muerte del marido. 57 años de matrimonio, con sus idas y venidas... yo lo pienso y me da vértigo, aunque a mi edad ya es imposible tal hecho. El caso es que el cura empezó a hablar y dijo unas frases muy cuquis que quise apuntar, miré mi bolso y no tenía bolígrafo ni papel, el móvil lo tenía apagado y no era plan de encenderlo. Así pues me tiré toda la misa diciendo las frases para que no se me olvidaran. 
Saqué el abanico puesto que hacía demasiado calor, yo seguía repitiendo las frases en mi cabeza cuando de repente el niño me miró y me lanzó el chupete a la cara, con tan buena suerte (para mi, claro) que rebotó en mi abanico, que en ese momento estaba en pleno movimiento y cual bate de béisbol lancé el chupete a una señora que estaba al otro lado. Yo y mi puntería. La señora me miró, el niño empezó a llorar porque quería su chupete, yo empecé a reír y lo siguiente que recuerdo es la mirada odiosa de mi padre y a mi madre cogiéndome del brazo y sacándome a la calle. 
Ya no volvimos a entrar ninguna de las dos, nos entró tal ataque de risa que cada vez que recordábamos el lanzamiento de chupete con abanico nos imaginábamos en las olimpiadas y vuelta a reír, así que nos terminamos yendo a casa para evitar que la gente nos mirase mal. 
Finalmente cuando llegué a casa no recordaba ninguna de las frases que había estado repitiendo durante toda la homilía por culpa de las risas. 

Por la noche cuando lo recordaba, no podía evitar reírme un poco y si que es cierto que echas de menos esas llamadas de teléfono nocturnas mientras contabas estas anécdotas graciosas pero al final sigues sonriendo y hoy me desperté bastante bien. Me di cuenta que las personas no se "enamoran" de las tristezas sino que las conquistas con tus tontunas y gracietas mientras sonríes y eso es lo que me hace falta ahora, reírme mucho, hasta de mi sombra si hace falta. 

Pero luego está mi madre, esa que cuando estoy medio dormida viene a decirme que son las 11 y que ya es hora de desayunar pese a estar de vacaciones. 
Me levanto medio atontilada, me siento en el sofá y la cabeza se me cae hacia los lados como cuando eres un bebé. Me tomo un café cargado y galletas. Sigo dormida. Me muevo lentamente, voy a hacer la cama pero acabo tumbada sobre ella haciendo la croqueta semi desnuda. 
Vuelve mi madre, esta vez sólo le falta la alpargata y amenazarme con que me la lanzará si no me levanto. Entonces mientras me visto se queda parada mirándome fijamente y contándome todo lo que han dicho los médicos en Saber Vivir. Hago como que me importa lo que me dice y me voy poniendo la ropa. Y ahí es cuando lanza sus dardos envenenados, "si tienes un cuerpo bien, pero si hicieras más bicicleta seguro que estaría mejor." Y lo remata con "es una pena que no tengas tetas, yo a tu edad rellenaba más los sujetadores, pero bueno, para eso está el wonderbrá". Gracias mamá, te quiero taaaaaaaaaaaantooooooo. 

Y así es como he empezado mi día. Y me río con todo porque para qué voy a llorar. Y paso página porque no hay otra cosa que se pueda hacer, o sí, pero quizás no lo sé. 


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